viernes, abril 27, 2007

Meghar, la galilea

Carlos Morales

En su Becket o el honor de Dios, el gran Jean Anouilh relata cómo, en una tensa entrevista celebrada con el rey de Inglaterra Enrique II de Lancaster en las fértiles llanuras de Mounmirail, el mítico arzobispo de Canterbury le contestó al que había sido su amigo pero entonces era ya el monarca que había decidido asesinarle, que «lo único inmoral es no hacer lo que se debe cuando realmente se debe». Aquel gran drama, que tuvo en el Asesinato en la catedral de T. S. Elliot una versión teatral históricamente menos afortunada, viene a repetirse toda vez que un hombre debe decidir entre mantenerse fiel a sus principios individuales o entre guardar fidelidad a los lazos de solidaridad ideológica, religiosa o nacional que pueden unirle con mayor o menor intensidad a quienes las arbitrarias circunstancias que rodearon su nacimiento convirtieron, lo quisieran o no, en sus conciudadanos.

Y es que, cuando estas palabras se enrosquen a los pies de algún lector adormecido y distante, las calles de la pequeña aldea árabe de Meghar se habrán convertido en un ariscado pero amable caserío para un puñado de escritores que, perteneciendo a países –y civilizaciones– tradicionalmente enfrentados, han decidido sentarse –juntos– en torno a misma mesa para compartir, mediando un te caliente, la voluptuosidad de su literatura, y para hacer alarde público ante sus pueblos –víctimas de los venenos religiosos y nacionalistas– de que, si se quiere, no es difícil convivir en paz. Poetas drusos, ateos, gnósticos, cristianos, musulmanes y judíos; palestinos de Gaza, hebreos de Israel, árabes de Egipto y de Jordania, poetas de la «asamblea de barcos» que sigue siendo aún la vieja Europa también amenazada, aprestan su propia humanidad para beber juntos del mismo agua fresquísima que mana de las fuentes galileas, y para intentar recomponer con sabias palabras los maltrechos puentes de la sensatez que el fanatismo, con sus rezos suicidas y el son de sus tambores, llevan siglos intentando destruir en nombre de los dioses terribles del desierto.

Meghar es una mancha blanca abandonada por los amorosos pinceles de Monet en un monte preñado de profusos olivares, a un tiro de piedra de Magdala, Natharet, Tiberias y Kefar Naun. Pero ¿cuántos lograrán abstraerse en su pacífico laberinto de los cánticos tribales que nos siguen conduciendo a la mutua destrucción? ¿Quiénes lograrán dejarse seducir por el resplandor de esa Meghar ardiente que se alza sobre las poderosas ancas de un caballo metálico y oscuro que sólo quiere masticar las nubes del rencor que cruzan eternamente el cielo y hacen de su luz un aire irrespirable?

En un país como España, que suele decir y gritar mucho más de lo que piensa, no será fácil que nos demos cuenta del enorme derroche de valor de esos hombres y mujeres que han decidido, contra la opinión pública que medra en sus entornos a la sombra de los profetas del Apocalipsis, decir ¡¡basta!! para iniciar, a solas con sus principios y provistos de palabras como única armadura, ese durísimo camino de retorno que les ha de conducir a la orilla del otro, y a lo que siendo propio a la vez les es común. Muchos de ellos arrostrarán las torvas miradas cotidianas de los incendiarios patriotas que no ven otro modo de existir que el de lanzar al mar a quienes no son de la tribu; y sentirán cómo, de pronto, alguien en su frente no cesa de tallar el estigma de quienes, habiéndose negado a seguir el camino que sigue el común de los mortales, no les cabe otro destino que el de ser finalmente excluidos del rebaño. Remontarán, ciertamente, y saldrán indemnes de esa sofocante ruta del desierto, porque está escrito en la naturaleza de los hombres que el sentido común acaba reduciendo el espacio en el corazón de las llamas del rencor colectivo y de la locura. Pero ¿cuándo?...

Ojalá los pocos sabios que le quedan a Occidente sepan reaccionar arrojando su viejo y cómodo silencio a las cloacas y prolongando el impacto entre nosotros de las voces de estos hijos del valor para quienes, como para Thomas Becket, «lo único inmoral es no hacer lo que se debe cuando realmente se debe»; la voz de estos espíritus valerosos y esforzados que se han negado a reproducir en su vida esa imagen mítica que nos es tan común, y que convierte a la totalidad de los árabes y de los judíos en cunas de fanáticos o de terroristas; las voces, en fin, de quienes, por encima de los derechos colectivos construidos las más de las veces con la manipulación de la Historia, se hallan los derechos de los individuos a vivir su propia vida en paz, y a hacerlo con sus semejantes. Lo queramos ver o no, la suya, y no la los fanáticos colgados de unas banderas manchadas de sangre, es la voz de esa mayoría silenciosa que, aplastados como están bajo el peso de los prejuicios y de las idelogías, nuestros ojos no han sido capaces de entender sino como un gesto idealista cargado de buena voluntad al que siempre nos convino dejar morir, como a Thomas Becket, en medio del silencio, porque reconocerlo hubiera sido tanto como reconocer públicamente nuestra opulenta estupidez y nuestra más que cómplice ceguera.